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Foto del escritorMarta Guerrero

Volviendo a morir

Me desperté bañada en mi propio sudor, confusa y sola. No tenía noción del espacio ni del tiempo. Mi mente se negaba a recopilar los hechos acontecidos horas antes. Entre mis recuerdos y yo se había fortificado un áspero muro de hormigón. Por más que intentaba escalarlo, buscando recovecos, era incapaz. Notaba como la adrenalina aceleraba mi pulso. El corazón iba a desgarrarme el pecho, enloquecido por el miedo y la rabia. Quería irme a casa con mi familia.


A pocos centímetros de mi oreja izquierda comenzó a sonar un martillo embistiendo lo que supuse que eran clavos. El repiqueteo de las afiladas puntas metálicas perforaba mis tímpanos. Solo pensaba en moverme, en alejarme de aquel sonido diabólico. Apoyé los codos e intenté levantarme. Mi cabeza colisionó con una superficie astillada. Había sido un golpe seco; el dolor no tardó en llegar. Acaricié con mi mano la zona afectada para aliviar la presión. Fue entonces cuando la sangre se convirtió en escarcha de color rojo dentro de mis venas. Ahora lo entendía. Esos clavos me prometían viajar en primera clase a las entrañas del mismísimo infierno.


Entré en pánico. La desesperación se hizo con el control de mis cuerdas vocales y quemaba mi garganta. Grité mientras me removía frenéticamente, poseída, arañando mi piel con las paredes del improvisado ataúd. Conforme pasaba el tiempo, el oxígeno disminuía. Dos lágrimas se precipitaron por mis frías mejillas. Nunca conseguiría salir con vida de allí.


Una sustancia arenosa se precipitaba por los huecos de la madera mal cortada. Olía a tierra húmeda. Me estaban enterrando viva. Las yemas de mis dedos acariciaban la embarrada gravilla. Decenas de lombrices habían colonizado la parte baja de mi vientre y exigían conquistar el resto de mi ser. Más de la mitad de mi cuerpo se encontraba sumergido en un aniquilador desierto. Esperé a que la muerte me llevará con ella a donde no existe el mañana.


Abrí los ojos inyectados en horror. No podía ver nada y respiraba entrecortadamente. Debía de haber sido todo un mal sueño, una macabra pesadilla de la que había logrado despertar. Estaba temblando. Poco a poco fui recuperando la cordura, al menos la que pude. Me sentía serena, pero, sobre todo, protegida. Nada había sido real.


De repente, un mazo chocó con la sólida madera sobre mi rostro...

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